La creencia de que México no puede seguir como está choca con las dudas que genera la forma en que gobernaría el favorito para ser el nuevo presidente

El político más conocido de México resulta ser toda una incógnita. Después de años de exposición pública, de meses de interpretar y juzgar sus silencios y respuestas ambiguas, la sensación de la inevitabilidad de su victoria ha despertado tanto entusiasmo como incertidumbre. La creencia de que el peligro para México es seguir con los desorbitados niveles de violencia, la corrupción y la impunidad choca con las dudas que genera el posible triunfo y la forma en que gobernaría Andrés Manuel López Obrador.

Este domingo se pone fin a tres meses de campaña electoral, un proceso anticlimático, absurdamente largo. En todo este tiempo, al que se suma una precampaña y una intercampaña -en total casi un año de promesas y buenas intenciones-, los candidatos no han logrado aterrizar una propuesta concreta, un plan definido para acabar, por ejemplo, con los dos males que azotan el país y que marcarán el próximo sexenio: la corrupción o reducir los niveles de violencia que desangran el país. En los tiempos del Brexit, del rechazo a un proceso de paz como el de Colombia, de la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, México ha sido acaso el mayor exponente de que las emociones se imponen a lo racional.

Si esta elección se trata de un acto de fe, nadie ha sabido interpretarlo como López Obrador, favorito para la victoria, a tenor de las encuestas, que le dan una ventaja de 2 a 1 respecto a sus rivales, Ricardo Anaya y José Antonio Meade. Lejos de caer en los sondeos, como se vaticinó, nunca dejó de crecer. Una derrota sería vista como un fraude por sus seguidores, un fantasma que muchos de sus simpatizantes no han dudado en agitar los últimos días. En su tercer intento por llegar a Los Pinos, el líder de Morena ha tenido una aguda capacidad para capitalizar el enojo y el hartazgo con el régimen actual, encarnado en el Gobierno de Enrique Peña Nieto y su partido, el Revolucionario Institucional (PRI). La elección de México tiene mucho de referéndum sobre la gestión del mandatario. Al tiempo, López Obrador ha mantenido su compromiso de promover el cambio social, como en sus inicios en la vida pública en Tabasco, hace tres décadas, cuando empezó a trabajar con los indígenas chontales. Su México solo se construye si los que no tienen nada, pueden lograr algo.

López Obrador es un líder social, heredero de la vieja estirpe del priismo nacionalista revolucionario, que se presenta como un salvador. Su plan no pasa solo por lograr un cambio. Ha prometido que liderará la cuarta transformación de México, tras la Independencia, la Reforma y la Revolución. Que después de Hidalgo, Juárez y Madero, estará él. En cierta manera, quiere poner fin al ciclo que arrancó, a finales de los ochenta, Carlos Salinas de Gortari: la predominancia en el poder de una mayoría de centro derecha, una amplia tolerancia al predominio de intereses privados y la administración de la desigualdad. López Obrador ha sido el opositor por excelencia de ese modelo, que trajo consigo la exclusión de la izquierda del poder ejecutivo.

Sobre el papel, su posible triunfo cerraría ese ciclo liberal. En la práctica, existen muchas dudas. Después de perder en 2006 ante Felipe Calderón por un estrecho margen –siempre sostuvo que le robaron la elección- y de volver a ser derrotado por Peña Nieto hace seis años por un amplio margen -en ambos casos bajo el paraguas del Partido de la Revolución Democrática (PRD)-, para esta ocasión no solo creó un partido a su imagen y semejanza (Morena), sino que se ha aliado con Encuentro Social, una formación evangélica.

La sobrerrepresentación ultraconservadora en el Congreso preocupa a los defensores de derechos sociales que, en su mayoría, apoyan al líder de Morena. Además, López Obrador no ha dudado en sumar a su proyecto Juntos Haremos Historia –que completa el Partido del Trabajo, de extrema izquierda- a enemigos de antaño, cuestionados dirigentes sindicales mineros, a cambio de conseguir votos y estructura para defenderlos en todo el país. “Ganará las elecciones el candidato de los partidos que se ubican más hacia la izquierda y más hacia la derecha en el espectro político. Un candidato que, además, ha pactado con políticos de centro, centro derecha, centro izquierda y centro radical”, resume el escritor Emiliano Monge.

En el entorno más cercano de López Obrador sienten que se ha infravalorado su capacidad política y pragmática. Desde que comenzó la campaña era el objetivo a batir y de todas las batallas ha salido indemne. Despejó la supuesta injerencia rusa en su campaña a base de humor, presentándose como Andrés Manuelovich; sugirió amnistiar crímenes vinculados por el narcotráfico y, al ver que le podía costar caro, dejó de mencionarlo; aseguró que lo que México necesita es una Constitución moral, sin concretar a qué se refería; se enfrentó con el todopoderoso Carlos Slim a costa del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, que finalmente no revertirá; después de cargar contra la élite empresarial, se reunió con ellos. Este ir y venir ha sido acicate para sus críticos, que ponen en duda su moderación. Sin embargo, le ha permitido marcar la agenda sin apenas costos. Mientras todo el mundo le escrutaba a él, López Obrador hacía lo propio con México. Ningún candidato ha recorrido el país como él. Cuando se iba, quedaban los suyos. A la par que perfeccionaba su imagen, desarrollaba la de Morena. Su mayor obsesión siempre fue garantizar la defensa del voto. Este domingo, Morena tendrá representantes en más del 90% de las casillas, solo superados por el poderoso PRI.

“López Obrador se hizo a sí mismo, y casi podría decirse que a solas. Si no hay padrinos en su biografía, tampoco hay compañeros”, escribía en este diario Jesús Silva-Herzog, profesor del Tecnológico de Monterrey. Su núcleo más próximo lo integran sus hijos, su mujer, Beatriz Gutiérrez Müller y su inseparable César Yáñez, encargado de prensa y contención con todo aquello que sienta que no le conviene. A la moderación de su imagen ha contribuido su equipo de colaboradores más cercano. Todos han sabido desarrollar una campaña sin él, para él. Los más destacados son tres que, a priori, no ocuparán una cartera en el Gobierno paritario que anunció hace meses.

El empresario Alfonso Romo ha sido el encargado de convencer a sus pares de que la victoria de López Obrador no supone un peligro para México. Romo, empresario de Monterrey, al norte del país; admirador del expresidente colombiano Álvaro Uribe y otrora crítico del candidato, es decir, poco sospechoso de ser un líder de izquierda, emprendió una cruzada de meses, primero con directivos de pequeñas y medianas empresas, que concluyó con la reunión en junio de López Obrador con la élite empresarial. “El mazazo más importante”, como describía uno de los asistentes.

Otro de los factores que determinarán la elección será el más que probable crecimiento de López Obrador en el norte del país, la zona que tradicionalmente le ha dado la espalda. Si ha dejado de ser solo un candidato del sur y del centro del país ha sido, en buena medida, por el trabajo de Marcelo Ebrard. Su sucesor como jefe de Gobierno en la Ciudad de México (2006-2012) regresó al país a finales del pasado año para sumarse a la campaña, con el fin de construir una estructura sólida en el terreno más fangoso para el candidato.

Si alguien ha contribuido a suavizar la imagen de López Obrador entre el electorado ha sido Tatiana Clouthier. Hija de un excandidato presidencial del PAN, partido con el que fue diputada federal, ha sido capaz de convencerle de que debía enfrentar todos los ataques con un mensaje de paz y amor –AMLOve, lo han llamado-, así como de llegar al electorado más joven a través de una intensa campaña en redes sociales. López Obrador se vanaglorió de ello en su multitudinario cierre de campaña en el estadio Azteca: “Miren lo que son las cosas, soy el candidato de más edad, pero los jóvenes, con su rebeldía, saben que representamos lo nuevo”.

Los colaboradores de López Obrador han sabido anteponer sus intereses personales, que los tienen como todo político, al éxito de su jefe. Una gran diferencia con sus competidores. Ricardo Anaya forjó una alianza que se antojaba imposible al juntar a los partidos tradicionales de la derecha y la izquierda. Estuvo dispuesto a pagar el precio de dividir a conservadores y progresistas, pero no calculó que los intereses de los que le acompañaban eran incluso mayores que los de los que se quedaron por el camino. En el caso de José Antonio Meade, su designación como candidato del PRI abrió una batalla interna entre los afines al presidente y el núcleo más duro del tricolor, que nunca vio con buenos ojos que un simpatizante, escorado a la derecha, fuese su candidato. Heridas que, lejos de cicatrizar, siguen abiertas sin torniquete que las frene.

Por si fuera poco, la guerra descarnada durante la campaña entre Anaya y Meade y el presidente, ha facilitado el camino de López Obrador. En el entorno del líder de Morena lo comparan, con cierta ironía hiperbólica, con la batalla de Stalingrado. Entonces, los alemanes caminaban hacia Moscú con todo a su favor, hasta que Hitler decidió tomar los pozos petroleros de Crimea. En el camino, decidió arrasar con Stalingrado, en buena medida por el nombre. Aquello le costó en buena medida la guerra. La promesa de Anaya de que encarcelaría a Peña Nieto fue su Stalingrado. Mientras, López Obrador pasaba el verano en Moscú.

Hay una gran parte del país que lo detesta desde hace años; que siente que, de lograr el triunfo, López Obrador se cobrará la venganza. Él ha insistido en que garantizará el derecho a disentir, la libertad de prensa o que los empresarios podrán seguir haciendo negocios. En esa cruzada por tranquilizar, no obstante, se ha producido una suerte de excusatio non petita, accusatio manifesta. Por delante tendrá hasta el 1 de diciembre que tome posesión –una transición ridícula que se acortará en el próximo sexenio- para ir aportando certezas.

De lo que no hay dudas es de que López Obrador no quiere mirar más allá de México. Más bien, ve México allá donde va. Hasta el extremo. En un reciente viaje por el norte del país comentaba que la última vez que visitó Cantabria, la tierra donde nació su abuelo, todo le recordaba a México: “El verde y el caoba son igual que los de la selva Lacandona”. De ahí que, pese a los suspiros de tantos, no parece que vaya a erigirse en un líder regional. Comparado con Chávez hasta la saciedad, el López Obrador de 2018 solo comparte con el expresidente el culto a sí mismo y su convicción de que solo ellos pueden salvar al país. Y aunque no se debe menospreciar, son más las diferencias que los separan. La primera, López Obrador no es un militar ni parece que vaya a hacer uso de ellos para aferrarse en el poder. Además, cuesta imaginarse que un país tan diverso como México pueda sumirse en una situación como la de Venezuela, dependiente del petróleo. Con Lula comparte su tenacidad por lograr el poder, pero ni por asomo la visión global del brasileño. Además, si durante sus gobiernos -no necesariamente por él- la corrupción se expandió, el fin del líder de Morena es cercenarla.

Entre ese afán por querer verlo en todos lados y con la convicción de que se sabe todo de él, México se ha terminado por preguntar quién es y cómo podría gobernar López Obrador.

Los asistentes al cierre de campaña en Jalisco gritan consignas de apoyo.
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