“Los colombianos nos venimos matando desde el principio de la historia”, admite el presidente del Congreso, Juan Fernando Cristo. Pero la bisagra histórica del conflicto que por estos días intentan resolver el gobierno y las FARC es el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, que dio lugar a una revuelta que pasó a la historia como el Bogotazo y marcó el inicio de una escalada de violencia que ya lleva más de 65 años.

El conflicto interno de Colombia es imposible de encasillar en una única definición. Es político, es ideológico, es económico, es social, es rural, es urbano, es por los derechos humanos. Y es, tal vez en la opción más abarcativa, una disputa sangrienta y despiadada por el poder en la que confrontan el gobierno, las dos guerrillas más añejas del mundo, los terratenientes, los paramilitares, los narcotraficantes, los intereses económicos transnacionales y el interés geopolítico de Estados Unidos.

Desde la Guerra de Independencia (1810-19) hasta el asesinato de Gaitán, en 1948, la historia colombiana libró las guerras de La Patria Boba, de Los Supremos, del Medio Siglo, Artesano-Militar, Civil Colmbiana, de Los Colegios, Civil de 1885, Civil de 1995 y de Los Mil Días, con sus consecuentes modificaciones territoriales y políticas, y también la Masacre de las Bananeras, de 1928, en la que el Ejército abrió fuego contra obreros de la United Fruit Company que estaban en conflicto.

Así llegaron al período que los libros de historia denominan La Violencia, que se extendió entre 1946 y 1965, y se inició con las fuerza de seguridad y paramilitares que respondían a los gobiernos conservadores reprimiendo a los liberales y a los movimientos sociales. Ello dio lugar, en esos casi cuatro lustros, a la generación de grupos armados, en su mayoría de extracción liberal, que fueron la contraparte necesariamente violenta de los asesinatos y las masacres de pueblos que se perpetraban desde el poder.

En el inicio de La Violencia comenzó a consolidarse el liderazgo popular de Gaitán, quien proclamaba la unión del pueblo contra la oligarquía y se encaminaba hacia el poder cuando fue asesinado en el centro neurágico de la vieja Bogotá, sobre la Carrera 7 casi esquina Jiménez. Su muerte derivó en una insurrección popular que alcanzó a varias regiones del país, aunque se la recuerde como el Bogotazo, y potenció la esfervescencia social.

En 1957 hubo un pacto entre conservadores y liberales que terminó de empantanar la situación. Ambas fuerzas tradicionales pactaron, en un acuerdo de cúpulas, repartirse por partes iguales el poder, con lo que excluyeron al resto de los grupos políticos del país e incluso a amplios sectores internos de sus fuerzas. Los intentos de amnistiar a los focos insurgentes no tuvieron éxito y La Violencia se extendió varios años más.

La barbarie de ese período se refleja en cientos de testimonios históricos, pero tal vez el más atroz es el que transcribe el historiador Gonzálo Sánchez en un ensayo sobre las raíces del conflicto colombiano, que publicó el periodista estadounidense Stephen Ferry en su libro “Violentología”.

“Hubo en aquel entonces ‒dice Sánchez‒ unos rituales del terror, una liturgia y una solemnización de la muerte que se implicaban un aprendizaje de las artes de hacer sufrir. No sólo se mataba; el cómo se mataba obedecía a una lógica siniestra, a un cálculo del dolor y del terror.”

“Los cuerpos mutilados, desollados o incinerados ‒agrega‒ parecían inscribirse en el orden mental de la tierra arrasada.

Había un despliegue ceremonial del suplicio, expresado a veces en actos de estudiada perversión, como el cercenamiento de la lengua (la palabra del otro), la eventración de las mujeres embarazadas (eliminación de la reproducción física del otro), el corte de franela y el de corbata, la crucifixión, la castración y muchos otros, dirigidos no solo a eliminar a los doscientos mil muertos o más del período sino a dejar una marca indeleble en los millones de colombianos que quedaban.

Sánchez es miembro de la corriente de intelectuales que trabajó la teoría de la Violentología.

En esa década de los ’50 surgieron los primeros grupos guerrilleros, más como una reacción frente al terror que como un proyecto insurreccional para la toma del poder, del mismo modo que aparecieron los primeros comités de autodefensa ‒un antecedente del paramilitarismo‒ para evitar las matanzas en poblaciones afines a los conservadores.

En esa época se forjó en las guerrillas liberales el liderazgo de Pedro Antonio Marín, “Manuel Marulanda” o “Tirofijo”, jefe indiscutido de las FARC desde su fundación, en mayo de 1964, hasta su muerte, en marzo de 2008.

El episodio fundacional de esta organización insurgente fue el ataque del Ejército regular colombiano a la “república independiente” de Marquetalia, conformada por unos 50 excombatientes de las guerrillas liberales y sus familias, que habían rechazado la aministía ofrecida por el gobierno y no habían dejado sus armas.

En el marco de la Guerra Fría y la ola insurreccional que desató en 1959 el triunfo de la Revolución Cubana, el gobierno del conservador Guillermo León Valencia temía que Marquetalia se conviertiera en la génesis de un movimiento comunista nacional y envió a cerca de 2.000 soldados a recuperar el territorio en manos de los rebeldes al mando de Marulanda, que dieron una dura batalla y consiguiero huir.

Tras ese ataque, ya refugiado en las montañas, Marulanda y Jacobo Arenas fundaron una organización llamada Bloque Sur, que en 1966 pasó a llamarse Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y que combinó en su doctrina ideas del marxismo-leninismo y del libertador Simón Bolivar.

En ese mismo 1964 fue fundado el Ejército de Liberación Nacional (ELN), inspirado por el sacerdote y sociólogo Camilo Torres y comandado por Fabio Vázquez, que provenía del Partido Comunista (PC), se había formado en tácticas insurreccionales en Cuba y no trepidó en someter a consejos de guerra y ejecutar a sus propios soldados por “traición de clase”.

Una década más tarde el ELN estaba por extinguirse cuando asumió el liderazgo otro sacerdote, el español Manuel Pérez, y le dio un giro ideológico hacia la doctrina cristiano marxista de la Teología de la Liberación y el grupo comenzó a realizar trabajos sociales con la población.

A tono con la época, ésas no fueron las únicas dos organizacones insurgentes colombianas. En 1966, a partir de la disidencia dentro del PC de una corriente que se alineó con el maoísmo, se fundó el Ejército Popular de Liberación (EPL). Esta fuerza se desmovilizó en 1991, acosada por los paramilitares, que incluso cooptaron algunos de sus miembros, motivo por el que las FARC los consideraron objetivos militares y asesinaron a más de 200 de sus exintegrantes.

Algo más tarde, en 1974, surgió el M-19, grupo guerrillero formado a partir del Movimiento 19 de Abril, nacido como protesta política por el supuesto fraude electoral que consagró presidente en esa fecha de 1970,, al conservador Misael Pastrana Borrero, en perjuicio del candidato populista Gustavo Rojas Pinilla.

Mas heterodoxo, el M-19 se presentó en sociedad con el robo del sable de Bolívar y con la toma de la embajada de la República Dominicana durante un coctel, en el que retuvieron a 14 diplomáticos.

Pero su operativo más recordado y funesto fue la ocupación del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985, cuando 35 guerrilleros entraron al edificio, en pleno centro histórico de Bogotá, y tomaron como rehenes a unas 400 personas, entre abogados, funcionarios y miembros de la Corte Suprema de Justicia, con el propósito de organizar un juicio público al gobierno del conservador Belisario Betancur, al que acusaban de violar un acuerdo de paz que estaba en curso.

La audacia del objetivo del M-19 y la ferocidad de la réplica del Ejército, que ejecutó la orden de aniquilar a los guerrilleros sin medir los costos, inscribieron una de las páginas negras de la historia contemporánea de Colombia, que ese día fue noticia mundial. El edificio se incendió y más de 100 rehenes y guerrilleros murieron, en muchos casos calcinados.

Los grupos insurgentes se financiaban con extorsiones, secuestros, peaje a las extracciones mineras y robo de combustible, entre otros recursos. Hasta que en los años ’80 entró a tallar el narcotráfico como un actor de peso en la estructura de poder colombiana y ese poder, gran corruptor, también perforó las organizaciones guerrilleras.

Comenzaron a cobrar peaje a los narcotraficantes, lo que dio lugar al nacimiento y la consolidación de los grupos paramilitares, pero también comenzaron a controlar zonas de cultivo y, se afirma, hasta de elaboración de cocaína.

En este contexto, el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes aseguró en un informe de agosto de este año que las FARC “son el mayor cartel de droga en Colombia”, que “controla 60 por ciento del negocio del narcotráfico”.

El dato parece excesivo si se considera la acción de los microtraficantes que se han convertido en el principal problema de las policías urbanas, pero el director de ese centro de invetigación, Daniel Mejía, asegura que la organización guerrillera embolsa cada año unos 1.500 millones de dólares del narcotráfico.

En medio de todo este proceso, tanto las FARC como el ELN explotaron la industria de los secuestros como una fuente de financiamiento y, también, como un elemento de negociación con el gobierno.

El Grupo de Memoria Histórica señaló en su Informe General, publicado este año, que entre 1970 y 2010 se documentó que 39.058 personas fueron secuestradas en Colombia, 84 por ciento de ellas con fines económicos y 12 por ciento, con fines políticos.

Los autores confirmados de los secuestros son: FARC, 37 por ciento; redes criminales, 20 por ciento; ELN, 30 por ciento; paramilitares, cuatro por ciento, y “otros autores”, nueve por ciento, según el trabajo.

La investigación destaca que entre 2000 y 2002 se produjo la mayor cantidad de secuestros, incluidos los de numerosos dirigentes políticos, entre los que se transformó en una figura emblemática la candidata presidencial por el Partido Verde Ingrid Betancourt, capturada en 2002 y liberada en un audaz operativo en 2008.

Estas acciones, con las que buscaban forzar un “canje humanitario” por sus dirigentes presos, tuvieron un alto costo político para las FARC, no sólo porque no hubo ningún intercambio sino porque su legitimidad se erosionó a tal punto que movilizó en su contra a la sociedad colombiana. Más de dos millones de personas marcharon el 4 de febrero de 2008, en Colombia y en el mundo, para reclamar el fin de los secuestros.

Ahora, en estos tiempos de negociación de paz, las FARC concentran el interés del gobierno colombiano. Todo comienza y todo termina casi obsesivamente en esa organización guerrillera, al menos en el discurso interno, marcado por un tono confrontativo que no suele sintonizar con el que propala el presidente Juan Manuel Santos en los foros internacionales.

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