Las filtraciones hechas en junio pasado por el consultor tecnológico, Edward Snowden, sobre los programas de espionaje global utilizados por Estados Unidos, desataron una de las tormentas diplomáticas más graves en todo el gobierno del presidente Barack Obama.

Snowden, ex técnico de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) y de la CIA (actualmente asilado en Rusia), hizo públicos a través de la prensa británica y estadounidense documentos clasificados en los que se mostraba cómo programas de vigilancia como el llamado «PRISM» fueron usados para interceptar comunicaciones de millones de personas en el mundo, incluidos varios líderes mundiales.

El hecho implicó un temprano cortocircuito entre Hong Kong -donde se supo que el «topo» Snowden se encontraba pocos días después de la filtración- y Washington, que desplegó todo su poderío diplomático para logar que sea arrestado y entregado, objetivo que finalmente no logró.

Pocos días después, Snowden aterrizó por sorpresa en el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú, donde permaneció sin estatus legal claro durante 39 días, hasta el 1° de agosto cuando pudo entrar formalmente en territorio ruso tras recibir asilo temporal por parte del gobierno de Vladimir Putin.

El trago más amargo para el Departamento de Estado vino cuando las filtraciones de Snowden evidenciaron que Washington espió los teléfonos de al menos 35 líderes mundiales, entre ellos, Roussef y Merkel

Durante ese lapso, un tenso ajedrez diplomático enfrentó a Washington con Moscú, que se negó a entregarlo pese a la fuerte presión de Obama; con Ecuador, que ofreció asilo a Snowden; y con buena parte de América Latina, cuando países europeos negaron su espacio aéreo al presidente boliviano Evo Morales, ante sospechas de que el «topo» viajara en su aeronave.

Sin embargo, el trago más amargo para el Departamento de Estado vino en los meses subsiguientes, cuando las filtraciones de Snowden evidenciaron que Washington espió también los teléfonos de al menos 35 líderes mundiales, entre ellos la presidenta de Brasil Dilma Roussef, y la canciller alemana, Angela Merkel.

Este hecho resquebrajó profundamente el vínculo entre EEUU y Brasil, hasta el punto que Roussef suspendió un viaje oficial a Washington, donde por primera vez en veinte años un mandatario brasileño iba a ser recibido con honores, alfombra roja, cena de gala y ceremonia militar.

Merkel abandonó la diplomacia para sentenciar que el hecho dañó «seriamente» la confianza germana sobre su socio estadounidense, en un reclamo al que se sumaron, con diversos tonos y estilos, el presidente francés, Francois Hollande, el primer ministro italiano, Enrico Letta, y el presidente español Mariano Rajoy, entre otros mandatarios europeos.

El escándalo se transformó en tema excluyente de la última Cumbre de la Unión Europea, en octubre pasado, y el bloque suspendió temporalmente las negociaciones comerciales con Estados Unidos.

Es probable que no sea posible aún medir el daño político, económico y en la imagen del liderazgo estadounidense que tendrá un escándalo de esta magnitud, mucho menos después de que el jefe de redacción de The Guardian revelara la semana pasada ante una comisión de la Cámara baja del Parlamento en Londres, que «sólo se publicó un 1%» del material secreto filtrado por Snowden.

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