El dictador norcoreano, Kim Jong-un, se convirtió en el primer representante de su dinastía en cruzar el paralelo 38 desde el final de la guerra, en 1953, y estrechó la mano del presidente surcoreano, Moon Jae-in.

La Casa de la Paz de Panmunjon vive otro día histórico, aunque la cumbre intercoreana, que empezó hoy, no dé más frutos que la foto. El dictador norcoreano, Kim Jong-un, se convirtió en el primer representante de su dinastía en cruzar el paralelo 38 desde el final de la guerra, en 1953, y estrechó la mano del presidente surcoreano, Moon Jae-in. Confluyeron el nieto del fundador de Corea del Norte con el hijo de un refugiado que huyó al sur, un fósil de la Guerra Fría con un pilar del capitalismo. Y de ese choque se espera que germinen acuerdos tangibles.

Esta es la tercera cumbre en la Historia y la primera desde 2007. El cuadro se agravó desde entonces y a fines de año se debatía si Corea del Norte bombardearía la base norteamericana de Guam primero o si Washington se adelantaría con un ataque quirúrgico a Pyongyang. La mención del diálogo de Kim Jong-un en su discurso de Año Nuevo cambió un escenario de guerra termonuclear inminente por la posible firma del anhelado tratado de paz.

La prudencia y la hemeroteca aconsejan embridar el optimismo. Ambos países acumulan demasiados pleitos para que puedan ser resueltos en las pocas horas que permanecerán reunidos en la orilla meridional de la frontera, supo LA NACIÓN.

Kim Jong-un acude secundado de su hermana Kim Yo-jong y siete adláteres más. Entre ellos, figuran Kim Yong-chol, jefe del espionaje nacional y cerebro de varios ataques al sur, y Choe Hwi, sancionado por la ONU, como evidencia de que negociar con Pyongyang exige mucha templanza. Y también de un chef para que cocine sus afamados fideos fríos, como evidencia de que nada quedará al azar.

Sobre la mesa están los espinosos asuntos del tratado de paz y la desnuclearización. La península coreana se rige aún por el armisticio (apenas un alto el fuego) de 1953 y desde entonces se han encadenado las amenazas bélicas, los ataques e incluso los intentos norcoreanos de liquidar al presidente sureño.

El tratado de paz cerraría un capítulo que empezó a escribirse en la Guerra Fría, pero el entusiasmo desde que Moon lo mencionara se ha aguado a medida que emergían las trabas formales. Asegura la doctrina que debería ser secundado por los que firmaron aquel armisticio (China y Estados Unidos, además de Corea del Norte) y no por Seúl. Un avance menos ambicioso y que evitaría el aroma de fracaso es un cese de hostilidades con límites más estrictos a acciones militares.

Las dudas sobre la desnuclearización son de fondo. Pyongyang ha colocado su arsenal atómico en la mesa de negociaciones cumpliendo las exigencias de Seúl y Washington, pero divergen las interpretaciones.

La primera la ofrece por fases mientras los primeros la pretenden completa, verificable e irreversible. La sinceridad norcoreana divide a los expertos más reputados, que ayer compartieron una charla en Seúl. Para Kim Tae-hwan, profesor de la Academia Nacional de Diplomacia de Corea, Kim Jong-un ejecuta el definitivo paso «de un país nuclear a un país normal».

En la línea escéptica se incluye Andrei Lankov, profesor de la Universidad de Kookmin: «No creo que su desnuclearización sea posible porque va en contra de sus intereses a largo plazo», ha rebatido.

Salida airosa

Los líderes norcoreanos saben que solo el as nuclear impidió en las dos últimas décadas que siguieran los destinos trágicos de dictadores como el libio Muammar Khadafy o el iraquí Saddam Hussein, y los recientes bombardeos a Siria les habrán refrescado la memoria. Un compromiso inicial de reducir el arsenal nuclear sería una salida airosa para todos.

Influye también la desconfianza mutua. Pyongyang recela de la solidez de las promesas de un presidente tan volátil como Donald Trump, y Occidente obtuvo la última certeza de las trampas de Corea del Norte cuando esta semana anunciaba con fanfarria el cierre de su base nuclear. Los expertos sostienen que estaba ya inservible y al borde del colapso después de seis ensayos.

Entre tantas dudas emerge una certeza: Seúl no incidirá en el calamitoso cuadro de derechos humanos en Corea del Norte para no arruinar el clima.

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