Arte, sí, y también la persona que lo interpreta y su paisaje; poesía y lealtad a la palabra empeñada: son frutos de una visita al pueblo de nombre encantado, al pago de un dúo legendario que nos devuelve aquellas fibras con gusto a caranday.

Casita baja y bien blanqueada, tan austera como el pueblo. Portillo de alambres, a un costado, para las bienvenidas. Llegamos sin previo aviso, medio tempranón, golpeamos las palmas y asoma toda una leyenda del cancionero entrerriano. Le extendemos la mano. Buen día. Buen día. ¿Rubén Benítez Ríos? Ese soy yo, contesta, y medio se acoda en un tejido que ha sido trepado por las frambuesas en flor.
El diálogo se va a dilatar hasta el mediodía nomás, pero luego nos parecerá que estuvimos visitándonos toda la vida. Y es que experimentamos un sano orgullo porque le caímos en gracia a esa familia, lo mismo que Rubén cuenta con emoción de las tenidas con Atahualpa Yupanqui.
«Llegamos a ser teloneros de Atahualpa… Nos decían ‘cómo le cayeron en gracia a Atahualpa, porque Atahualpa es difícil’ (ríe); y bueno, son las cosas que se dan».
 
Sin límites
Vinimos por los recuerdos del dúo Hermanos Benítez Ríos, que Rubén conformó con su hermano menor, Raúl, ya fallecido, y vaya si se nos cumplió en una charla bajo los árboles del patio entre gallinas y pollitos, con interrupciones del zorzal tan oportunas que se dirían pintadas por el paisano en el pentagrama.
Nos trajo la ruta 127, a la vera de los cardenales de copete federal. Lo nuestro quiere ser un paseo por las nostalgias y no le erramos. Aquí hemos dado con el cantor, el pensador, el abuelo, y con su esposa Carmen Hernández que guarda unas pinturas sin maestro, dictadas por el arroyo mismo, el monte, el corazón y sus circunstancias.
El pueblito se nos presenta encharcado por la lluvia de anoche. Tuvo club, tuvo cura, tuvo industria, y casi todo es pasado. Luce unas pocas cuadras de ripio hacia todos los rumbos. Para el forastero se termina ahí nomás. Los sauceluneros, en cambio, no reconocen límites: si a uno le parece chiquito, el pueblo es infinito en ellos, porque se saben en una trama con fibras del monte, con evocaciones de este arroyo y del otro, con memorias de victorias y derrotas a sangre y fuego en el campo de batalla, y con ecos de un remoto ayer sin fundación.
Ellos pronuncian la palabra ñandubay y se transportan a la selva de Montiel que les va quedando en el corazón, de puros vicios en la tala rasa.
Allí fueron noticia José Artigas, Francisco Ramírez, Ricardo López Jordán, y nada de eso muere, como resisten los perseguidos cardenales amarillos del espinal.
Sauce de Luna es pintoresco por un perfil familiar, comunitario, auténtico, y por las mentas de obrajes y arreos reservados a los cueros curtidos y las soledades largas, que ayudan a romper las fronteras del tiempo. Sus contornos se zafan hacia los arroyos Ortiz, del Medio, Don Gonzalo, cada cual con sus mitos, o el propio Sauce de Luna que dio nombre al caserío.
Que los aborígenes de aquí, que los africanos de allá… Rubén Benítez Ríos tiene ascendientes en la hoy convulsionada Cataluña que podrían explicar quizá algunos visos de soberanía popular, y cuando le preguntamos por su porte moreno responde que es «un poco lo que decía Atahualpa: todos los habitantes de América tenemos átomos de gringos y átomos de indios. Y es cierto».
El artista le sumará a esa urdimbre los entrañables viajes por los escenarios de la patria chica y el país, adonde dejaba unas chamarritas y se traía a cambio un nombre para los hijos. Yamandú, Yaros, Lincoleo… «Hoy los nombres son más modernos, ya con equis, todo ese tipo de cosas», se ríe.
«Con mi compañera Carmen hablamos de formar una familia… Y cuántos hijos podemos tener, qué te parece. ‘No –dice–, lo que Dios nos mande’. Y parece que tan distraído no estaba porque nos mandó ocho (sonríe), gracias a Dios. Hoy todos profesionales».
Con Atahualpa
Los méritos del dúo se distinguen con escuchar las grabaciones, pero no es solo eso: quienes disfrutamos de sus actuaciones en los años 70 y 80 sabemos que los Hermanos Benítez Ríos entregaban todo un mundo en sus letras sencillas, en su palabra paisana, en los acordes de Raúl, así en una milonga como en el pericón, y en el ensamble natural de las voces. Cero artificio, cero vanidad.
Rubén caminó el país y no recuerda otra cosa que amigos, reuniones, nombres de fama, como el de aquella joven mapuche rionegrina Aimé Painé, que le sugirió ese nombre Lincoleo para el menor de sus hijos.
Los méritos no alcanzaron, claro, para la pensión al mérito artístico que es ley en Entre Ríos pero, se sabe: la humildad no paga.
«Y le caímos en gracia a Atahualpa –cuenta–. Nos hicimos, yo no digo amigos, pero… el respeto y la admiración que uno siempre tuvo por él… Un día nos dice ‘de dónde son, muchachos’, le respondemos con el nombre del pueblo, y se acuerda. ‘Yo estuve en el sur de Entre Ríos, y siempre escuchaba a los paisanos decir nos vamos a llevar el ganado al saladero’ (le llamaban el saladero al frigorífico de Santa Elena), ‘y pasamos por Sauce de Luna y el arroyo Don Gonzalo, y siempre tuve la intención de ir a conocer ese pago, porque el nombre es hermoso’. Eso fue lo que nos dijo. ‘Pero ahora ya no va a ser, yo pensaba montar mi caballo, pero a caballo no va a ser’… Y en realidad nunca vino Atahualpa a Sauce. Pero si se hubieran dado las circunstancias, estaba», recuerda.
—¿Fue una sola vez o tuvieron otros encuentros?
—De ahí para adelante nos encontrábamos. Cosquín, Huerta Grande, por allá por Córdoba, Villa Carlos Paz… Nos apreciaba muchísimo.
 
Víctor es así
En los inicios participaron de un concurso de cantores realizado en Concordia y Víctor Velázquez los escuchó por la radio LT 15. «Y dice ‘mirá, estos muchachos son de Sauce, me voy para allá’. Y se vino a conocernos. Acá tiene muchos parientes Víctor. Nos conocimos acá en este rancho. Estuvimos dos o tres días guitarreando, por supuesto, comiendo asado y esas cosas. Y con otros paisanos también. ¡Está Víctor, vamos! Y desde entonces nació una gran amistad.
—Usted tiene a Víctor como un eje.
—Un eje, sí, sobre todo por el aspecto humano, más allá de lo técnico, lo artístico. El aspecto humano, vivencial, del hombre, de brindarse, darse, no tener mezquindades. Él era una gran figura ya, con muchos discos grabados, pero aquí era uno más de nosotros. No de nosotros, con Raúl: con todo el pueblo. Con todos hablaba igual, a todos los quería igual. Es así. Y bueno, esos son los primeros pasitos que dimos con Raúl. Y después seguimos caminando, anduvimos mucho por el norte del país, también por Neuquén, allá por Chubut, eso fue con Próspero Chávez, un hombre conocido, escribía poemas, creo que era primo de don Fermín Chávez. Con él anduvimos por ahí, diciendo poesía entrerriana, cantando, caminando mucho. Que fue lo que nos dejó la música: la huella de los caminos.
 
Zorzal y verdulero
Rubén Benítez Ríos interrumpe de pronto una respuesta para dar lugar al zorzal. Levanta el dedo, los ojos. El silencio se comprende bien.
Ha tomado la guitarra a nuestro pedido y cuando va por los últimos acordes de La Primavera, de su amigo Víctor Velázquez, nos deja una sonrisa, y es que la grabación va a guardar, con la milonga, la voz del verdulero de Sauce de Luna gritando en la calle las ofertas de la mañana.
Y así, los perros del vecino se apaciguan y vuelven a mandar los pájaros.
La casita, que no conoce de cielorrasos, entrega sombras en el fondo para quedarse a matear toda la vida. Aquí se respiran el amor a un pasado y las preguntas por un futuro incierto. «Precisamos fuentes de trabajo sobre todo para arraigar a los gurises. Si hubiera una buena escuela agrotécnica, esas cosas», se ilusiona.
Como la mayor parte del territorio entrerriano, el Departamento Federal también destierra a sus propios hijos. Una constante.
«El desmonte es un gran beneficio, pero para las grandes compañías. Para el obrero es circunstancial, estacional; ahora los granos se llevan a granel. Dos tipos hacen el trabajo que hacían cuarenta personas. Es así, sí. Y previo, la contaminación, porque se fumiga con agroquímicos, aparte de lo que se le pone a la tierra, y esas fumigaciones matan todo. Acá esto estaba lleno de mariposas y abejas, para esta estación del año, y no queda nada. Se murieron con la fumigación. Uno va a sacar un camachuí y, si encuentra uno, la miel es venenosa. El ecosistema se ha alterado».
Como se va la producción, viene «la música envasada. Ni siquiera olfateamos dónde nació, por qué es así. A mí me gusta la música clásica, por supuesto, el jazz, por la fundamentación que tiene de su nacimiento, del negro espiritual, el rock mismo, eran los esclavos presos en las haciendas, sin poder salirse; aunque sea cantaban su música, sus ritmos, sus cosas. En cuanto a lo folclórico, la música nuestra se ha disfrazado un poco. Tal vez comercialmente tenga más éxito, porque yo he visto conjuntos que tocan chamamé, La guampada con una guitarra eléctrica, un órgano eléctrico, no es que lo desvirtúe, seguramente es una fusión que andando el tiempo va a ser positiva, pero se pierden nuestras cosas… se imponen modas fuera de la realidad para nosotros, calculo yo».
La luz de Sauce
La música no daba para mantener familias numerosas. Raúl tenía emprendimientos con la palma caranday, después se haría panadero, y Rubén alumbraba al pueblo. «Cuando salí de la escuela primaria hacía un año que estudiaba electrónica y cuando terminé me dediqué a arreglar radios, tocadiscos, discos grandes de pasta; era la época en que nació el transistor; tenía un tallercito, me daba vuelta con eso. Entonces no había electricidad, todo a pila, batería, y para alumbrarse la gente usaba los faroles a querosén. Yo era técnico en eso, con trece o catorce años, armaba, desarmaba, limpiaba, y la gente se enteraba, entonces estaba siempre rodeado de faroles, linternas a pila».
«Raúl estudiaba música, y tenía una pequeña empresita de hacer lo que se usaba en esa época para el relleno de los asientos de los autos: la crin vegetal. Esa que se saca de la palma caranday. Tenía dos o tres tambores y trabajaba con los amigos. Después abrió una panadería».
Chamamé y pericón
Hermanos Benítez Ríos, una huella entrerriana en los espectáculos folclóricos del país.
Cantaron en los escenarios con Atahualpa, Eduardo Falú, Argentino Luna, Zamba Quipildor, Antonio Tormos, Los Olimareños, Carlos Torres Vila, por nombrar a algunos de tantos intérpretes y demás grupos musicales que Rubén recuerda con afecto y agradecimiento.
Los temas, minimalistas, como su vida misma. Las flores del monte, el rocío de las mañanas, los hombres con los rasgos del árbol, del pájaro; la mención de oficios pobres, el suspiro rosado del atardecer. Ni las grandes hazañas, ni el pesimismo discepoliano: lo suyo es la sencillez del Paso Rodas en el río Gualeguay, el pescador canoero, las penas calladas del paisanaje y los olvidos. Bajo cada letra, cada melodía, un mar de melancolía, un paisaje calcado en el corazón, que aprenden a extrañar desde la infancia.
Las letras recuperan a los nadie. Ahí están Delfino Saucedo que vuelve al rancho silbando un chamamé, el vecino Britos junto al río: «Camino pa’ Lucas Norte/ voy llegando al Gualeguay,/ pajonal del Paso Rodas,/ algarrobo, ñandubay./ Quiero que quede esta copla/ en el tiempo soñador,/ tiempo de mi amigo Britos,/ canoero y pescador».
Solían ensamblar el chamamé y el pericón, una confluencia natural de dos vertientes en el ritmo que llamaban «aire del litoral», como ocurre en Clareando. «Y en un concierto mayor/ de música cristalina/ los pájaros tejen cantos/ de las más hermosas rimas».
Esos modos nos recuerdan las primeras versiones de La Lindera de Linares Cardozo, en tres tiempos (así la cantaban Los Trovadores), antes de alcanzar el vaivén de la chamarrita, como solía apuntar el Zurdo Martínez. (Cosa que ya no les ocurría con la Chamarrita de Alcaraz, dicho sea de paso, y diferente también de alguna chamarrita de Tarragó -Amanecer argentino-, medio baión, medio chotis).
 
Los repodridos
Hombre y monte, esfuerzos, injusticias, y siempre un estado de agradecimiento por las bellezas orilleras. No es un cuento, es el paisaje, con las garzas que se pierden en el infinito, y el ser humano echando raíces en la resistencia, como se desprende del poema de Víctor Velázquez Por la muerte de un hachero: «Aquí, en esta tierra, donde viven, sufren y mueren los hombres monte, los hombres hacha, los hombres tristes, los hombres soledad, los repodridos de injusticias y jornales pobres, aquí, en esta tierra donde la esperanza amanece y muere en el mismo día, se levantan los ranchos humildes de los hacheros».
«El viejo Andrade murió al llegar la madrugada. Solo el monte lo escuchó, su sangre manchó la helada».
Esas letras, junto a las melodías que arrancaban los dedos privilegiados de Raúl, para no dejar dudas de qué lado está el artista.
Y bien: el anfitrión nos regala ya, como un abrazo, fragmentos de Vidalita, de Alberto Williams. El sol se cuela vertical entre las higueras: es hora de marcharnos de Sauce de Luna.
Los cuadros de Carmen nos invitan a otras páginas. Rubén nos despide con la mano firme de sus 72 años y la primicia: el par de nuevos nietos que les regalará el fin de año.
Gracias, alguna broma, y a jugar a la paleta en el baldío de enfrente con su nieta Emilce, que ya mira en su horizonte la escuela agrotécnica de Villaguay. Como es común aquí: la juventud no halla por ahora muchas razones para quedarse, y echa a la espalda con alegría ese destino de vivir añorando las riquezas de los abuelos pobres.
 
Los maestros
«Yo hacía la primera voz, de tenor, y él segunda voz. Eso ya con algún conocimiento de música, muy por encima, para organizar las voces. Y así cantábamos, hasta que una vez fuimos a Paraná y nos encontramos con el maestro (Lorenzo) Anselmi, que tenía que ver con la Verdiana; después con otro profesor que era maestro de música, (Juan José) Echayre. En Buenos Aires encontramos un señor que sabía mucho también del tema, y nos fue sacando del canto sin técnica para llevarnos a otro campo, el doctor Eriel Gómez. Era fonoaudiólogo y sabía música. En esa época el doctor Gómez dirigía uno o dos coros del teatro Colón. Por un casual, en la radio Argentina de Buenos Aires, con Miguel Franco y toda esa gente, lo conocimos a él y le caímos en gracia, como quien dice. Y nos enseñó, nos sacó adelante», cuenta Rubén Benítez Ríos.
 
Caranday para el Ford
«Es un recurso de supervivencia, digamos», explica el artista sobre la palma caranday.
«Cuando el paisano tiene nada más que un facón y tiene hambre prende fuego, abajo están las hojas secas, queda el tronco de la palma. Arriba el cogollo, las hojas nuevas; se corta con el facón, se abre, se saca el corazón y uno lo puede comer así como está. En el campo se hacía eso. En los tiempos de mucha sequía, cuando no había pasto, les daban a las vacas para que produzcan la leche. Gente sacando cogollos todo el día, para las vacas. Un recurso más. Esa palma brota de nuevo».
«Había fábricas de fibra, daban trabajo a muchas personas. En Alcaraz también. Toda la zona. Para las alpargatas. Recuerdo que se llevaba de acá a la fábrica de Pacheco, donde hacían los autos, esa crin vegetal para poner a los asientos de los autos. Eso se transportaba en grandes carros patones, también había varios carreros. Se molía la palma, se elaboraba, se cargaba en los camiones, y a Pacheco. Era la fábrica de Ford. Ahí se llevaba para rellenar los asientos. Eran las fuentes de trabajo que existían, y la leña también porque se sacaba la madera, el poste para alambrado, esas cosas, el carbón. Eso desapareció todo. Claro, el mundo va evolucionando, pero no se reemplazó por nada, ese es el problema. No hay posibilidad de trabajo para mucha gente».
La charla toma diversos rumbos. Hablamos con Rubén Benítez Ríos de las frutas del monte, las tarariras del arroyo, las mojarreadas con otros gurises después del aula en las aguas cristalinas del Sauce de Luna de ayer, la contaminación de hoy; cuenta de los cantores del monte, de su copoblano Roque Mario Erazun; describe los ranchos de estanteo y revela ensueños de un mundo que está ahí, latiendo, como prófugo del barullo moderno.

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